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ANDRÉS GARCÍA CERDÁN

El Cultural

ANDRÉS GARCÍA CERDÁN

Remonta el vuelo el alcatraz sin haber conseguido nada. El poeta mira lo invisible, guardado en un estuche de madera de cedro. El autor de El gran amor (Visor) llegaba del final de las galaxias, muy cerca de la realidad. Su estirpe literaria se funda en el temblor, en el aliento lírico. Siente el vuelo de los pájaros y los contempla como hermanos en su eternidad. Andrés García Cerdán escribe los versos de la sencillez. Se expresa con aliento machadiano, aunque aspira a la verdad profunda de Rainer Maria Rilke, al que destrozó el cáncer cuando cristalizaban sus versos. El poeta quería, como Horacio le dijo a Leuconia, aprovecharse del día de hoy y creer lo menos posible en el de mañana. La frágil humildad del autor de El gran amor enciende sus poemas y canta lo inmediato, la vida cotidiana, la gran pasión, la celebración del equilibrio. Ama el silencio García Cerdán. Dios le habla y él bebe con sus manos en la puerta de la verdad. Aprende, José Hierro al fondo, que la nada es el atajo para quienes desean alcanzar la pureza del alma. Es lo contrario del ser y la nada que se oscurece en Sartre y se diluye en la torpe transparencia midiendo el alcance de sus versos. Se adentra entonces en la primera explosión del universo y escribe: “La segunda explosión eres tú, amor mío, mientras se pliega la mañana del otoño. En esa hierba está la primera sintaxis del lenguaje. En esa hierba, el primer amor”. Sabe el poeta que sus manos son pasión e incertidumbre y cita al poeta al que Octavio Paz admiraba, Roberto Juarroz, hasta sentir el tirón existencial de Martin Heidegger, la vida no fosilizada, porque en la austeridad de sus versos se destrozan la rima y la métrica. Enamorado de los cedros, de las ramas retorcidas del olivo, del polvo y de las viñas azules, el poeta camina por la tierra donde todo se desvanece porque muere la verdad, es decir, lo que más tiene que ver con la belleza. Llueve sobre su corazón esa lluvia que bautiza el mundo y se confunde con el óxido de los desengaños. Escribe con palabras destrenzadas, se abraza al ruido blanco y pretende regresar a un idioma anterior a todo, porque vive sin vivir en él, huye de la alta existencia y expele contra el cielo el océano del lenguaje. La lluvia es una oda de Fray Luis de León y se arrastra sobre el mar cuando el poeta contempla los ojos de su hijo, almendras sublimes de luz, al despertar. “Lo sublime –escribe– es esta manera de olvidarse del mundo, de estar en el mundo, porque es el amor. Y la lluvia escribe en los charcos la alegría y va dejando su hilo de oro apresurado”. Marcuse tenía razón al considerar el arte como el gran rechazo del mundo porque hay algo imposible: compartir la realidad. Por eso “Giacometti, los místicos, los ebrios de luz se dan a la contemplación del fuego y lo saben: no hay final para el poema”, para el instante en que todo es y deja de ser. El día se deshace entonces en un espasmo y en los pechos pequeños de la amada inmóvil reconoce la anunciación del ángel y su vértigo. Las ideas y los versos se evaporan hasta convertirse en una pavesa incandescente. Palidecen los días entre los escombros y se secan las palabras. Continua, en fin, el poeta su búsqueda inquebrantable y, si se arrastra hasta el fondo, es sólo por amor. Piensa de nuevo en la poesía de Rainer Maria Rilke, pues no fue un ángel el que le hizo estremecerse, ya que “no otra cosa es la poesía: flotar sobre aguas invisibles, imposibles”. Ibn Arabi, tan profundamente estudiado por Emilio García Gómez, explica que del amor hemos nacido, hechos de vértigo y de miedo. García Cerdán se arrastra hasta lo más hondo sólo por amor. Y se adueña de una piedra recogida en la tumba de Rimbaud, porque, ante el temblor de lo invisible solo queda morir de amor. Seguir leyendo

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